¿Susto o muerte?

Esperas un minuto. Y otro. Y otro más. Empiezas a sentir las piernas entumecidas, y la gabardina de los domingos –aparte de estar dándote un calor de muerte –empieza a arrugarse. Y no debes permitir que eso suceda.

Así que, como parece que la muñeca ya se ha cansado y se ha marchado con sus ansias asesinas a otra parte, sales de la despensa y miras a tu alrededor. No, parece que no está en el salón. Tampoco en el baño ni en el estudio. Por último, te asomas a la cocina y compruebas que también está desierta.

Lo está… o al menos lo que es el suelo de la habitación.

—¡YA ERES MÍO! –se oye un grito desde el techo, haciéndote dar un respingo.

Y entonces ves a la muñeca, que ya ha conseguido sacarse la percha de la cara y ahora luce un horrible agujero donde antes estaba su ojo, agarrada a la lámpara de la cocina como un mono en un árbol. Y, sin más, se lanza cuchillo en mano, planeando para caer sobre ti.

Tú pegas el grito padre y te apartas en el último segundo. La muñeca se estrella sin remedio contra el suelo.

Lástima que ya no hagan los juguetes como antes; la pobre criatura, con la colisión, se despedaza completamente: la cabeza rueda por un lado, los brazos saltan por otro, y el cuchillo va a parar girando a tus pies. ¡Salvado!

—¡Ay! ¡Ya me ha vuelto a pasar! –se queja la cabeza suelta de la muñeca, que ha rodado bajo la mesa – ¡Pero esto no termina aquí! ¡Ahora mismo me vuelvo a montar, y entonces vas a ver!

Te fijas en que uno de los brazos de la muñeca se está desplazando, andando por el suelo con los dedos índice y corazón. ¡No puedes permitir que vuelva a montarse!

Agarras la cabeza de la muñeca por el pelo. Ésta se balancea en el aire intentando morderte, pero tú la alejas de ti y le sueltas una risa sarcástica –te avergüenza reconocerlo –muy poco caballerosa.

— ¿Quién es la asesina ahora? ¿Quién? –te regodeas.

Y, como te ha entrado la inspiración, te acercas a la encimera y abres la tapa de la batidora, esa que deja hechos puré incluso los huesos de melocotón.

—¡¿Qué?! ¡¿Qué vas a hacer?! ¡No! ¡NO! –chilla la muñeca, pero no le da tiempo a decir nada más; en un segundo, la has metido dentro y has pulsado el botón. 

Lástima que no has puesto la tapa; ahora lo has dejado todo salpicado de trozos de plástico. A veces eres un desastre en las tareas domésticas… En fin, ya limpiarás luego.

—Y ahora, ¿dónde se han metido el tronco, las piernas y los brazos? –canturreas, buscándolos por el suelo. Aunque los pedazos de muñeca parecen oírte e intentan huir, tú los agarras uno a uno y los trituras sin piedad. Empiezas a cogerle el gustillo a eso de torturar muñecas asesinas.

Cuando sólo te falta un brazo para terminar, te das cuenta de que ha escapado de la cocina. Lo buscas por toda la casa, hasta que lo localizas cerca de la salida, golpeando desesperadamente una pared del salón con el puño. 

Corres hacia él riendo malvadamente, pero algo te hace detenerte del asombro.