Así limpiaba, así, así

—¡Qué monada! –exclamas fascinado – ¡Es una baby blondie killer viviente, edición de coleccionista!

— ¿Qué? –la muñeca parece confusa –No, oiga, si yo soy de Soria…

—¡Tengo que ponerla ahora mismo en la vitrina, al lado de la Barbie ludópata! –la emoción te embriaga. Adoras coleccionar muñecas, y no todos los días te encuentras una así de rara. ¡Y encima parlante!

–¿Qué vitrina ni qué niño muerto? ¡Vengo a matarte, tío! ¡Yo sí que te voy a poner a ti en una caja! ¡En tu ataúd! –grita la muñeca, blandiendo el hacha en tu dirección.

—¡Uy, pero si está llena de suciedad! ¡Mira, mira cómo tienes el vestido! ¿Qué es esa mancha? –te lamentas, observando de cerca su ropa rosada. Si está en mal estado, de poco servirá tener una muñeca de colección. No hay nada más vulgar que una muñeca de colección sucia. La vergüenza de todo coleccionista.

—¡MUERE! –grita la pequeña, y lanza el hacha en tu dirección con todas sus fuerzas. Tú te agachas justo a tiempo; el arma pasa girando sobre tu cabeza, a pocos centímetros de tu pelo, y va a clavarse en la puerta de salida.

—¡Eh! –exclamas – ¡Que la pinté la semana pasada! Ven, te voy a meter en la lavadora.

–¡¿Que vas a QUÉ?!

Sin hacer caso de los bramidos de la muñeca, que mueve los brazos y patalea como una posesa, la agarras por el cuello del vestido y la llevas a la cocina. 

Depositas a la muñeca dentro de la lavadora, cierras la portezuela, colocas la rueda en modo de lavado rápido y te sientas en el suelo a esperar. Mientras, te entretienes observando los simpáticos gestos que hace ella desde dentro; al principio parece que quiere decirte algo, agitando los puños y enseñándote uno de los dedos de su mano con insistencia, pero luego está demasiado ocupada intentando no caerse mientras la lavadora da vueltas y más vueltas como para seguir haciéndote señas.

Cuando el lavado termina, abres la puerta redonda y sacas la muñeca. La pobre parece que está demasiado conmocionada para hablar, y sólo murmulla palabras como “me vengaré” y “tus muertos” de vez en cuando.

—Bueno, ahora te voy a dejar secar en la mesa del salón –dices, más contento que unas pascuas con el resultado.

Dicho y hecho, dejas la muñequita sentada en la mesa. 

—Tal vez sea mejor que te de una pasada con el secador –murmullas, pensativo –. Así estarás lista y no habrá que esperar a que te seques, que me pueden dar las tantas.

Así que le das la espalda a la muñeca dispuesto a abandonar el salón.

Pero, al parecer, ésta ha recobrado fuerzas. Y cómo las ha recobrado; en ese mismo instante, un intenso graznido te sorprende por las espaldas:

—¡ME LAS VAS A PAGAR!

Asustado, gritas y saltas a un lado, justo a tiempo para esquivar a ese bólido –antes conocido como “muñeca” –que se ha lanzado hacia ti. La pobre, viendo que su objetivo se había apartado de su trayectoria, grita al conocer su destino. Destino que no es otro que darse el tortazo del siglo contra la pared.

El choque entre el plástico de la cara de la muñeca y los ladrillos de la pared hace un ruido sorprendentemente estruendoso; después, la pobrecita cae al suelo. Se levanta como puede, pero el golpe la ha dejado bastante mareada; así que, irremediablemente, acaba cayéndose bruscamente contra la estantería.

La misma estantería que tiene una estatuilla de metal en la parte superior.

La misma estatuilla que pesa una tonelada y siempre se cae a la más mínima sacudida.

Y la misma que, como ya sabías, se ha caído ahora y reposa sobre un amasijo de plástico y tela que antes era tu querida muñeca.

—Roña –te lamentas –. Ya es la segunda vez que me cargo una muñeca de la misma forma.

Sin embargo, no tienes más tiempo para quejarte. Algo inesperado sucede y acapara toda tu atención.