No, no quiero

Miras a la muñeca. Miras el hacha. Vuelves a mirar a la muñeca. Vuelves a mirar el hacha. Miras a la muñeca sujetando el hacha.

La combinación no te gusta. Y menos aún cuando ves que la combinación empieza a andar con sus piernas rectas hacia ti con una lentitud estremecedora.

— ¿Quieres ser mi amigo? –repite la muñeca canturreando –No me gusta cuando la gente no quiere ser mi amiga. Siempre acabo haciéndoles pupa… ¿Quieres ser mi amigo? ¿Quieres ser…?

—¡Mi abuela sí que va a ser tu amiga! –gritas. No te vas a enfrentar a una muñeca asesina parlante; te da demasiada grima. Así que corres hacia la puerta dispuesto a salir pitando de la casa, sin importarte a dónde ir.

Pero algo surca el aire a toda velocidad, pasa zumbando junto a tu oreja y se clava entre la puerta y el marco de ésta, impidiéndote abrirla. La muñeca, con una fuerza sobrehumana, ha lanzado el hacha y te ha impedido la salida. Te giras y miras, horrorizado, que ahora sostiene un largo cuchillo de carnicero entre las manos de plástico, sonriendo de forma inapropiadamente sádica.

—¡Pero, ¿de dónde se saca tantas armas?! ¿Las traía como accesorios? –chillas, esquivando el salto mortal que ese engendro diabólico da en el suelo, dirigiéndose con el cuchillo por delante hacia ti. Consigues apartarte y corres, subiendo al piso superior. Oyes a la muñeca subir detrás de ti con sus cortas piernas. Lenta, pero imparable.

Como la idea de ser asesinado por un trozo de plástico parlante no te atrae, corres a esconderte en el armario de tu dormitorio. Estás un poco incómodo y no puedes moverte ni un milímetro sin hacer ruido, pero aguantas estoicamente mientras oyes cómo la muñeca te busca por toda la planta superior, hasta que sus pequeños pies suenan contra el suelo del dormitorio.

Oh, oh. ¡Que no te vea, que no te vea!

—Te estoy viendo –informa la muñeca desde fuera –. Te has dejado la puerta entreabierta, alma cándida.

—Roña –maldices. No te queda otra que enfrentarte a ella. Rebuscas a tu alrededor algo con lo que defenderte… ¡Una percha metálica!

Es demasiado absurdo para pararse a pensarlo, así que no te detienes por más tiempo: abres la puerta del armario de par en par y le lanzas una estocada a la muñeca con todas tus fuerzas con un grito ninja que se escapa de tu garganta. Sin planearlo, le hundes un extremo de la percha en el ojo. ¡Bingo!

– ¡Ay! ¡Mi ojo! ¡MI OJOO! –chilla la muñeca, intentando sacarse la percha de la cara, mientras tú escapas del cuarto. Ella, con percha y todo, te sigue hecha una fiera dando sablazos con el cuchillo por aquí y por allá. 

¿Y ahora, a dónde? ¿Qué vas a hacer? No lo sabes bien, así que vuelves a bajar y te resguardas en la despensa. Cierras la puerta y esperas, escuchando cómo la muñeca aporrea la puerta por fuera.

—¡Abre la puerta ahora mismo!

—¡No me da la gana! –replicas, agachado en una esquina.

—Venga, no seas tonto –la muñeca adopta una voz más dulce para intentar darte gato por liebre –. Si sales, te daré un caramelo.

—¡Ya tengo caramelos aquí! ¡Chincha, rabiña! –canturreas tú. Aunque no pueda verte, agarras un paquete de caramelos de un estante y te metes un puñado en la boca con gesto desafiante.

—¡Sal de una cochina vez!

—¡He no halgo, lenhe! –farfullas con la boca llena.

Y así os lleváis diez minutos, discutiendo a través de la puerta cerrada a gritos, como dos borregos. Hasta que, por fin, oyes a la muñeca anunciar:

—¡Ya me tienes frita! ¡Así no hay quien asesine a nadie! ¡Me voy, dimito!

Y, para tu alivio, oyes como se aleja de allí. Después, silencio absoluto.