Venga, fiesta

Corres hacia las cortinas e intentas apagar el fuego con la copa mágica. Lástima que ya está bastante propagado; además, es bastante estresante porque, mientras tú intentas remediar el desastre, la puñetera bola de fuego sigue botando felizmente e incendiando más rincones de la habitación. Así que cambias de plan y empiezas a perseguir a la bola lanzándole copazos de agua sin mucho acierto.

Y en ello andas cuando escuchas una voz que murmura desde detrás de la puerta junto a la chimenea:

—… y aquí traigo ya los ingredientes. Ahora, te vas a dar un bañito con agua muy, MUY caliente y después vendrá la hora de la cena…

—Esto no va a acabar bien –afirmas con resignación, hablando solo.

La anciana abre la puerta. Cuando ve el panorama que has organizado en tan sólo un par de minutos –que tiene mérito –, deja caer todas las verduras que lleva entre los brazos.

— ¡¿PERO QUÉ MAMARRACHO ES ÉSTE?! –se desgañita la vieja.

— ¡Ha sido sin querer! –te apresuras a excusarte – ¡Ni siquiera sé bien qué he hecho, yo sólo estaba limpiando y…!

— ¡Ésta me la vas a pagar! –parece que la mujer se ha enfadado de verdad. Incluso su verruga parece hacerse más grande a medida que camina hacia ti con gesto amenazador – ¡Pensaba matarte de forma rápida e indolora antes de meterte en el caldero, pero ahora te pienso hervir VIVO!

Y, como si hubiera estado esperando la ocasión adecuada para hacer su aparición teatral, el anillo hace reacción dentro del caldero en ese momento. Y dices que ha sido por culpa del anillo porque es la única explicación que se te ocurre para la explosión de espuma que se produce en ese instante dentro de la olla. La vieja grita y se cae al suelo. Tú gritas y el cáliz se te resbala de entre las manos y también se cae al suelo. La diferencia es que la vieja se limita a seguir chillando, mientras que el cáliz no chilla; eso sí, empieza a soltar agua sin parar, como si se hubiera volcado un pozo sin fondo, literalmente.

— ¡¿Qué haces con eso?! ¡No lo vuelques! –grita la vieja al ver la copa.

— ¡Ya la he volcado! ¡¿Qué hago?! –gritas tú.

— ¡Ponla en pie!

— ¡¿Del revés o del derecho?!

– ¡Del derecho, cenutrio, del derecho!

Pero es inútil, porque ya no puedes ver dónde estaba la copa; entre el agua que sale de ésta y la espuma que no deja de salir a borbotones del caldero roto, todo el suelo de la habitación se ha inundado de una especie de fango jabonoso en cuestión de segundos. El pobre gato se ha tenido que subir sobre la mesa para no ahogarse, y la vieja bracea en el suelo intentando levantarse.

Intentas buscar el cáliz palpando, pero es inútil; el agua ya te llega por la cintura. Estás pensando seriamente en escapar por la ventana, cuando…

— ¡Piruja! ¿Qué está pasando aquí? –preguntan las otras dos viejas que descansaban en el árbol, abriendo la puerta que da a la calle de par en par.

¡SPLASH! ¡Toda el agua afuera! Las pobres ancianas se ven arrastradas por el torrente y quedan tiradas en la hierba, intentando comprender qué acababa de pasar. Tú también pierdes el equilibrio y vuelves a caer sobre tus pobres posaderas, que ya no dan abasto.

— ¡Mi gabardina de los domingos! –te lamentas en voz alta mientras te levantas – ¡Ha quedado hecha un asco! ¡Ahora tendré que pagar la tintorería!

Así que, tan harto como estás de todo ese lío de espuma, agua y fuegos bailongos, sales de la casa y te largas de allí dejando a las tres viejas tiradas por ahí, intentando ponerse en pie y lanzándote amenazadoras palabras:

— ¡Vuelve aquí, gusano! ¡Me las pagarás!

Pero tú estás tan indignado por el estropicio de tu abrigo que te marchas sin decir otra palabra, alejándote para siempre de aquella casa. De hecho, estás tan indignado que ni siquiera te molestas en pedir perdón a la viejecita. Ni siquiera le das las gracias por su hospitalidad.