Tertulianos en la niebla de la noche

Se ha quedado callado. Pobre, seguramente piensa que eres un vil malhechor con sucias intenciones. Decides dar el primer paso y demostrarle que eres buena persona para que no se ponga nervioso.

–No se preocupe usted; no voy a hacerle daño. Sólo estoy un poco perdido –dices, y empiezas a caminar hacia el hombre vendado. Él no se para. Buena señal –. Qué frío hace, ¿verdad? ¡Cómo está refrescando últimamente!

Está muy cerca. Parece que le has caído simpático, porque ha empezado a gruñir. Tú sigues dándole conversación para que coja confianzas:

—El otoño ha tardado lo suyo, pero cuando ha llegado ha llegado del tirón, ¿eh, o no? Fíjate tú, que menos mal que me dio por sacar la ropa de abrigo la semana pasada del trastero, que si no aquí me tenías muerto de frío en mangas de camisa.

Vale, el tío no deja de avanzar y ahora está empezando a sobrepasar tu espacio vital. El aliento le apesta a ratas bañadas en leche agria. Esto ya no te gusta.

—Oiga, ¿ocurre algo? No hace falta que se acerque tanto, le oigo bien desde aquí –pero él no capta la indirecta e intenta agarrarte la cabeza en un movimiento brusco. Tú te apartas alterado – ¡Eh, amigo, no se pase! No necesito ningún abrazo, lo que necesito es saber en qué calle estamos.

El hombre vuelve a abrir bien sus brazos e intenta envolverte en ellos de nuevo, cuando un torrente de voz irrumpe desde no se sabe dónde:

—¡¿Estás loco?! ¡DEJA DE DARLE PALIQUE A ESA MOMIA Y CORRE, IDIOTA!

Y ves un par de sombras acercándose rápidamente hacia vosotros. Una de ellas alza un largo objeto contundente y le da un sonoro golpe en la nuca al tipo de las vendas. Su cabeza sale volando, despegándose del cuerpo y yendo a aterrizar a algún punto inconcreto del suelo. Tampoco vas a pararte a buscarla, así que eso te importa poco.

—¡Vamos, ven! –grita alguien en tu oído. Sientes que te agarran de la muñeca y tiran de ti. La confusión es tal que no puedes hacer otra cosa que reaccionar y correr, dejándote llevar por ese par de sombras.

Te hacen callejear durante un par de minutos hasta que por fin te sueltan. Tú sigues demasiado aturdido para indignarte, sorprenderte o simplemente preguntar qué corcho está pasando.

—Estás muy loco –te dice la persona que acaba de soltarte la muñeca –. Con los pocos humanos que quedamos ya por las calles, encima parece que quieres reducir más el número, ¡cacho de belloto!

Consigues enfocar la visión y descubrir quiénes son tus espontáneos secuestradores.
 
Son dos jóvenes vestidos con ropa de dudosa calidad, con chaquetones que deben de tener ya unos añitos y zapatos de deporte roídos y de suelas a medio desprender. Cada uno sujeta una lámpara de pie distinta que casi los supera en tamaño.