¡Oh!, un caramelo

Sin darte cuenta, llegas a un barrio de las afueras; lo sabes porque sus casas están muy separadas unas de otras, intercaladas por porciones de hierba seca y árboles deshojados. A la luz de tu candil ves que el rastro de caramelos parece dirigirse a la última de las casas, la más alejada; una especie de chabola hecha de troncos y paja, con una luz tintineante brillando en sus pequeños ventanucos y en la puerta principal, que está entreabierta. Hay un montón de calabazas en los alféizares, y parece que alguien se ha entretenido cortando caras malignas en ellas. Un montón de gatos negros te observan desde la lejanía, desde el tejado y los matorrales de los alrededores de la casa.

Mientras te acercas a ella con resolución, sin parar de recoger los caramelos, unas risillas ásperas se escuchan desde la copa de un árbol cercano. Te detienes y miras con los ojos entrecerrados hacia las ramas; allí descubres a tres ancianitas de gran nariz que te observan sonriendo. Deben de estar haciendo una pausa para sentarse a charlar en mitad de sus tareas del hogar, porque las tres sostienen sendas escobas. Aunque parecen algo enfermas, a juzgar por el verdoso de su piel y por las numerosas ronchas que pueblan sus caras.

—Vayan con Dios –saludas con cordialidad y continúas con tu cometido.

Te agachas solo tres veces más antes de llegar a la casa; entonces, recoges el último de los dulces del escalón de entrada y te asomas al interior, empujando la puerta entreabierta con la mano que sujeta la calabaza.

— ¿Hola?

Nadie responde y decides entrar. Te adentras en el hogar y miras alrededor. No hay nadie, pero parece que el dueño de la casa no andará lejos; la enorme chimenea está encendida, con un gran caldero negro humeando dentro de ella. Hay tarros y matojos de hierbas por las estanterías, frascos con trozos de animales flotando en líquidos amarillentos y algunos cráneos de distintas criaturas cuelgan de clavos en las paredes, dándole un interesante toque tribal a la decoración. Se nota que, sea quien sea que vive allí, sabe de interiorismo.

Entonces, divisas en mitad del suelo de la sala un montón enorme de caramelos similares a los que has recogido de las calles. Te adentras en la casa y vueltas tu calabaza sobre el montón para devolverlos a su lugar.

Un portazo a tus espaldas te hace botar y dejas caer la calabaza. Ante la puerta de entrada, ahora cerrada a cal y canto, hay alguien mirándote con una perversa sonrisa.