Lámparas vs Zombies

—¡Eh, eh, un respeto! —le espetas al chaval que te acaba de insultar sin ningún decoro: un joven corpulento con pinta de haberse cortado el pelo con un cuchillo de untar mantequilla justo bajo la nuca —. No es necesario ser tan incívico. 

 —¿Qué incívico ni qué chocobo cojo? ¡Lo que soy es sincero! ¡Que estás empanado perdido! —vuelve a atacar el tipo. Para colmo tiene el pelo tan apelmazado que no parece haber pisado una ducha en varios meses. 

 —¡Venga, Jerón, grita más alto! ¡Que todavía no nos han oído todos los zombis del barrio! —le recrimina el otro tiparraco, más alto y más escuchimizado (y también bastante, bastante más granudo, todo hay que decirlo). 

 —¡Shhh! Vale, dejad de gritar de una vez —susurra el tal Jerón, como si la culpa de pronto la tuviésemos nosotros —. A ver, tú, ¿qué hacías paseando por aquí sólo y sin armas? 

 —¿Armas? Nunca llevo armas encima, me parece algo innecesariamente violento —susurras también. Miras de hito en hito las lámparas de pie que llevan a cuesta —. ¿Se supone que vosotros sí vais armados? 

Los dos sujetos miran durante una fracción de segundo a sus propias lámparas y en seguida responden a la defensiva: 

 —Era lo que nos quedaba a mano. 

 —El cajón de los cuchillos lleva un mes atascado. 

 —A ver, señores; recapitulemos —decides redirigir la conversación a puertos más productivos —. Estaba disfrutando de un poco convencional y, no obstante, apacible paseo nocturno y de un intento de tertulia con un desconocido; de pronto llegáis vosotros de la nada, le voláis la cabeza a mi interlocutor de un lamparazo y me arrastráis a un callejón para liaros a llamarme… ¿Cómo era? ¿”Almendro”? 

 —Belloto —te corrige el granudo —. Vale, ya veo que no te estás coscando de nada de lo que pasa aquí, así que deja que empiece desde el principio: yo me llamo Félix, éste es mi primo Jerón y estamos en un barrio lleno de muertos vivientes. 

 —Han tomado toda la zona sur de la ciudad —continúa Jerón sin darte tiempo a reaccionar de ningún modo—. Llevamos escuchando aullidos acojonantes en la calle desde que anocheció. Estábamos dándole a la play cuando nos acordamos de que ninguno de los dos había cerrado la puerta del piso. Me levanté a cerrarla y me vi a tres tíos entrando por la puerta. Les pegué una voz, pero no se detuvieron. Entonces me di cuenta de que eran fiambres. 

 —Toda la vida preparándonos mentalmente para un apocalipsis zombi, y va y nos coge de sopetón —afirma Félix. Los dos están tan emocionados que apenas respiran entre palabra y palabra—. Escuché a Jerón gritando desde la entrada “¡No puedes pasar!” y fui a cerrarle la boca, pero al ver el percal me volví a meter para adentro. Cogimos las dos lámparas de pie del salón y les dimos una paliza de órdago. Después pensamos que nuestro piso ya no era un lugar seguro y salimos a buscar otro refugio. 

—Hemos inspeccionado la zona y hay zombis por todas partes. Por suerte son del tipo lento-y-mugidor y no del tipo corro-como-el-diablo-y-encima-chillo. Y no parecen tener preferencia por los cerebros, por cierto. Le dan a todo.

—Algo muy raro se está cociendo en esta ciudad —declara Félix solemnemente —. Hay muertos vivientes conquistando la zona baja, y en la zona alta se oyen aullidos de lobo desde hace horas. Además, Jerón y yo nos hemos dado cuenta de otra cosa; ya hace dos horas que debería haber amanecido. Estamos perdidos en una noche sin fin. Algo oscuro se cierne sobre nosotros… Tenemos que hacer algo.