No sabes cuánto tiempo llevas sumido en la mayor de las incertidumbres. Tampoco puedes calcular cuántos metros llevas ya siendo arrastrado sin pausa por aquellas manos férreas que te aprisionan sin piedad. Una bolsa de tela oscura te tapa la visión. Llegó un punto en el que dejaste de forcejear, pues te diste cuenta de que servía más bien de poco. Sólo restaba esperar y confiar en el fondo de buenas intenciones que todos tenemos dentro, incluida la persona que te ha secuestrado. No puedes hacer otra cosa que no sea esperar. Esperas, esperas, esperas…
Jo, qué aburrimiento. Si al menos no tuvieras la boca vendada podrías darle conversación al secuestrador y entretenerte un rato. Preguntarle por su pasado trágico y todas esas cosas. Y qué calor da la bolsa, señor.
Aunque apenas puedes oír nada a través de la tela, te das cuenta de que el eco de las pisadas del secuestrador ha cambiado. Parece que habéis entrado en una estancia más amplia y, lo más importante, te ha parecido escuchar murmullos al fondo. ¿Acaso hay más gente por los alrededores?
Tus dudas se despejan en seguida. Al doblar una esquina las voces se hacen más nítidas y de pronto te sientes como un ciego mudo en medio de un mercado en sábado. Oyes a muchísima gente a tu alrededor, tantas que sus voces se confunden y no eres capaz de entender una palabra. Quieres gritar pidiendo ayuda, pero con la venda lo único que puedes hacer es emitir un mugido del que te arrepientes nada más salir de tu garganta.
Entonces, la voz de tu secuestrador resuena a tus espaldas. Es una voz masculina, grave y potente:
—¡He capturado un intruso! ¡Avisad a la Reina!
Durante un segundo se hace el silencio en la sala. Justo después, el revuelo se reaviva con más fuerzas. Sientes que vuelven a arrastrarte y que más manos te agarran y tiran de ti hacia algún lugar. El suelo es irregular ahora y te vas tropezando a cada paso que te obligan a dar. Si pudieras hablar se iban a enterar de lo que es bueno, aquellos malajes. ¿Qué formas son esas de tratar a un invitado?
Entonces, el silencio vuelve a reinar. Dejan de tirar de ti y te aferran para que dejes de andar. Oyes unos pasos firmes y lentos acercándose.
Luego, una voz femenina que denota autoridad ordena:
—Quitadle la bolsa. Quiero verlo.
Alguien obedece y retira la tela de tu cabeza. Por fin puedes respirar aire fresco y ver qué sucede a tu alrededor. Mientras te quitan la venda de la boca, tus ojos se van adaptando a la luz del lugar y distingues qué está sucediendo.
Te encuentras en una sala enorme en lo que parece una cueva subterránea iluminada por grandes antorchas que se elevan en las alturas sujetas por altos postes de piedra. Las paredes, el techo y el suelo están cubiertos por criaturas horrendas. Sus cuerpos recuerdan al de un ser humano, pero poseen rasgos más propios de un animal, dirías que de un murciélago. Tienen enormes alas oscuras surgiendo de sus torsos desnudos cubiertos de zonas de piel negra y curtida, y sus caras se arrugan en un extraño morro. Por sus bocas asoman unos dientes extremadamente puntiagudos. La persona que ha ordenado que te desaten está de pie ante ti, a unos metros más allá. Se trata de una hembra corpulenta que te observa fijamente, estudiándote.