A ver qué repartes ahora, majo

Estás cansado, muy cansado. Los pies y la espalda te están matando. Lo que darías por volver a casita y tirarte en la cama con gabardina y todo. 

 —Estoy hasta las narices —mascullas tú solo como un loco —. Hasta las narices de esta noche larga, hasta las narices de gente rara y hasta las narices de Halloween. ¡Ni siquiera es una fiesta española! Ay, si pillara ahora mismo a quien empezó todo esto… 

Nada más decir esto doblas una esquina. Y te topas de frente con el chaval de la capucha roja, ése que llamó a tu puerta para regalarte la calabaza. Ése que lo empezó todo. 

—¡TÚ! —estás tan cabreado que no dominas el volumen de tu voz. Y gritas tanto que el chaval se asusta, derrapa y echa a correr en dirección opuesta con cara de terror. 

 Pero tú estás demasiado harto y cansado como para frenarte ahora. Si una persona cabreada ya es peligrosa en sí, prívala de sus horas de sueño y déjala toda la noche caminando por las calles con el frío. Ya verías, ya. 

—¡Ah, no, tú no vas a ninguna parte! —gritas echando a correr detrás del tipo de rojo. 

Saltas hacia adelante y le haces un placaje que lo alcanza de lleno. Ambos caéis al suelo. El chaval grita intentando decirte algo, pero tú no lo dejas: 

—¡Escúchame bien, piltrafa hortera y zarrapastrosa! ¡Desde que tú y tu puñetero Mister Misterigmáticus llegasteis a mi casa con esa calabaza y ese bicho feo que había dentro no he parado en toda la noche! ¡Llevo horas yendo de aquí para allá sin poder volver a casa y todo es por tu culpa! ¿A ti quién te manda a ir por ahí repartiendo calabazas? ¡Yo sí que te voy a repartir mamporros! ¡Toma Halloween! ¡Toma bazar 24 horas! 

El chaval intenta cubrirse, pero tú le arreas con todas tus fuerzas. Parece asustado y entre guantazo y guantazo alcanza sólo a balbucear cosas tipo “¡¿Y tú quién corcho eres?!” y “¡¿Pero me quieres dejar en paz?!”. Entonces, de pronto, dejas de atosigar al chaval. Más que nada porque algo muy raro le está pasando. 

Su cara se ha puesto extremadamente blanca de repente y se convulsiona como si fuese un holograma con interferencias. Cuando te das cuenta de que el tipo comienza a elevarse en el aire como si alguien lo estuviese alzando con un cable invisible atado a su cintura, te apartas rápidamente. 

—¿Y ahora qué pasa? —dices algo aturdido viendo al encapuchado de rojo levitar a un metro del suelo. 

Él no dice nada, pero su contorno cada vez se ve más difuso y grisáceo. Hasta la sudadera pierde su color. Y, sin comerlo ni beberlo, el chaval toma la consistencia de un chicle mascado y empieza a girar sobre sí mismo como quien da vueltas a la masa en un bol. Cada vez gira más y más rápido hasta que se forma una espiral acromática que emite un resplandor inquietante. 

Y, volando por encima de tu cabeza, ves acercarse a un centenar de personas, criaturas y cosas que se van uniendo a la espiral y desapareciendo en el centro de ésta; señoras mayores con escobas en las manos, muñecos con muy mala pinta, espectros demacrados, cadáveres vivientes, momias, monstruos de enormes cuernos… Todos son tragados por la espiral flotante. Y cuando desaparecen por completo, el portal se engulle a sí mismo y desaparece. Un silencio absoluto inunda la noche. 

En serio, ¿qué leches ha pasado? ¿Qué ha sido del chaval de rojo? Sí que se ha asustado, el pobre. Pero tampoco había falta reaccionar así, tragándose a tanta gente. La escenita te ha recordado un poco a una que viste en una película. Una que ponían siempre en las excursiones en autobús. ¿Jominju? Bueno, lo mismo da. El caso es que parece que está amaneciendo; una luz matinal comienza a surgir en el horizonte. ¡Por fin! Se acabó aquella noche eterna. Hora de volver a casa a descansar de una vez. 

Por fin encuentras un punto de referencia por el que orientarte; la vieja sombrerería que sueles visitar los miércoles por la tarde. Volver desde allí está chupado, así que en apenas un rato te plantas de nuevo ante tu puerta. No has encontrado ni rastro de criaturas raras ni de sucesos extraños en el camino. Ni siquiera un aullido o grito en la lejanía; todo parece en orden. 

Entras en casa, te aseguras de que tu vajilla de la Cartuja sigue intacta, te pones en pijama y te metes en la cama del tirón. Hora de dormir y de descansar de una vez por todas. Se acabaron las sorpresas desagradables. 

Sin embargo no puedes evitar quedarte con una sensación de vacío en el estómago, como si te hubieras perdido algo importante.